"Bienaventurados los de corazón, puro porque ellos verán a Dios" (Mt 5,8)

Vigilancia, guarda del corazón    
    
     La meta de todo hombre, lo sepa o no, es la unión con Dios. Creados por Él, por amor y para el amor, somos constantemente atraidos, lo sepamos o no, a esta Fuente de la cual provenimos y en la cuál tenemos nuestro destino, nuestro fin, nuestra meta.
     Originalmente nuestra inteligencia y nuestro corazón estaban unificados y colaboraban en el camino del amor, nuestros variados deseos estaban ordenados al Deseo superior, el deseo de lo Absoluto Incondicionado, el deseo de Dios. Pero luego de la caida original y de nuestros pecados personales, estamos heridos, divididos, debilitados; nuestros deseos son frecuentemente egoístas, miran su interés particular y no el del hombre total, y mucho menos el bien de los demás hombres. Ya no queremos amar a Dios completamente, con todo nuestro ser, como él nos aconseja,

      "Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu espíritu". (Mt. 22,37)

     Necesitamos reunificarnos, ordenar nuestra inteligencia y corazón a la búsqueda de Dios como supremo Bien, necesitamos ligar todos nuestros deseos al deseo de Dios.

     Esta reunificación, esta ordenación de nuestros anhelos, impulsos, pensamientos, afectos y todas las dimensiones de nuestra persona es una gracia de Dios, nosotros debemos en primer lugar tener la humildad de reconocerlo, luego la fe de pedirla, y posteriormente la sabiduría de disponernos y colaborar para no ser un obstáculo a la acción de Dios que seguramente nos querrá dar esa gracia, porque

     "Esto es bueno y agradable a Dios, nuestro Salvador, porque él quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad".  (1ª Tim. 2,3-4)

     Una práctica fundamental en esta tarea de disposición y colaboración es lo que los padres del desierto han llamado la "nepsis", la guarda del corazón.
     Siendo el corazón en sentido bíblico el centro de nuestro ser, lo más hondo de nosotros desde donde nacen nuestros actos de la inteligencia y la voluntad, éste debe estar al abrigo de las malas influencias, de aquello que lo distraiga del Bien y la Belleza suprema, de los deseos superficiales, vanos y errados. La distracción del corazón es frecuentemente el punto de partida para el desvío, un corazón que está "dormido", distraido en veleidades, es fácilmente inclinado hacia todo aquello que en primer lugar satisface los sentidos, materiales o espirituales, hacia todo aquello que alimenta nuestro "ego", nuestro "yo superficial", nuestra propia idolatría, es en definitiva fácilmente inclinado hacia todo aquello que tras una primera y fugaz dulzura, nos deja instalados en una honda y duradera amargura.
     Frecuentemente somos invitados en las Sagradas Escrituras a la vigilancia,

     "Sean sobrios y estén siempre alerta, porque su enemigo, el demonio, ronda como un león rugiente, buscando a quién devorar". (1 Pe. 5,8)

     "Cuidad que no se emboten vuestros corazones por el libertinaje, por la embriaguez y por las preocupaciones de la vida... (Lc. 21 34a)

     "Por eso, el Reino de los Cielos será semejante a diez jóvenes que fueron con sus lámparas al encuentro del esposo.  Cinco de ellas eran necias y cinco, prudentes. Las necias tomaron sus lámparas, pero sin proveerse de aceite, mientras que las prudentes tomaron sus lámparas y también llenaron de aceite sus frascos. Como el esposo se hacía esperar, les entró sueño a todas y se quedaron dormidas. Pero a medianoche se oyó un grito: "¡Ya viene el esposo, salgan a su encuentro!". Entonces las jóvenes se despertaron y prepararon sus lámparas. Las necias dijeron a las prudentes: "¿Podrían darnos un poco de aceite, porque nuestras lámparas se apagan?". Pero estas les respondieron: "No va a alcanzar para todas. Es mejor que vayan a comprarlo al mercado". Mientras tanto, llegó el esposo: las que estaban preparadas entraron con él en la sala nupcial y se cerró la puerta. Después llegaron las otras jóvenes y dijeron: "Señor, señor, ábrenos", pero él respondió: "Les aseguro que no las conozco". Velad, pues, porque no sabéis ni el día ni la hora". (Mt. 25, 1-13)



     " Estén alertas, ceñidos y con las lámparas encendidas. Sean como los hombres que esperan el regreso de su señor, que fue a una boda, para abrirle apenas llegue y llame a la puerta. ¡Felices los servidores a quienes el señor encuentra velando a su llegada! Les aseguro que él mismo recogerá su túnica, los hará sentar a la mesa y se pondrá a servirlo." (Lc. 12,35-37)

     Esta insistencia en la vigilancia, en la guarda del corazón, se debe entre otros motivos al permanente acoso a que se ve sometido el mismo. A cada instante golpean a su puerta multitud de deseos, conscientes o inconscientes, fugaces o duraderos, pasionales o sutiles, abnegados o egoístas, necesarios o superfluos, superficiales o profundos, todos golpean. Ante él se presentan miles de preocupaciones y esperanzas, miedos y ansiedades, proyectos e ilusiones, multitud de pensamientos, de sensaciones, de impulsos, de impresiones. Él debe estar "despierto para ver" los que llevan a Dios y seguirlos  y "dejar" los que no lo hacen. Desapegarse de todo aquél deseo que no conduce a la Fuente de la vida eterna.

     En la Filocalia, el presbítero Hesiquio dice sobre la vigilancia, el estar alerta, la sobriedad, entre otras cosas lo siguiente:

     La sobriedad es un método espiritual que, si es duradero y se lleva a cabo voluntariosamente, con la ayuda de Dios, libera a todo hombre de pensamientos pasionales y de palabras y obras malvadas, y en la medida que sea posible, dona el conocimiento seguro de un Dios incomprensible...     Es propiamente la pureza del corazón...  La sobriedad duradera en el hombre es la guía que lleva por un recto camino y es grata a Dios; es un acceso a la contemplación y nos enseña a mover rectamente las tres partes del alma y a vigilar con seguridad los sentidos... 
     Entonces, el primer modo de llegar a la sobriedad es examinando frecuentemente nuestra fantasía, es decir el asalto; (asalto al corazón llamó antes a los pensamientos malos que se prensentan al corazón) pues Satanás no puede obrar sobre nuestros pensamientos sin la fantasía, ni presentarle mentiras al intelecto para engañarlo.
     Otra forma es tener el corazón profundamente silencioso siempre, en hesichia, lejos de todo pensamiento. Y rezar.
     Otra es suplicar con humildad al Señor Jesucristo una ayuda continua.
     Otro modo es tener en el alma el recuerdo ininterrumpido de la muerte.
     Queridísimo, todas estas operaciones impiden, como porteros, el acceso a los malos pensamientos. Pero mirar hacia el Cielo y no tener en cuenta para nada la Tierra es un modo tan eficaz como los otros...

     He resaltado la última forma ya que es quizá el mejor modo de asegurar la vigilancia, de practicar el discernimiento de todo lo que se nos presenta ante el corazón para quedarnos con lo que lleva a Dios. Esto es cultivar el sentido de la presencia de Dios, es un no preocuparse de los innumerables pensamientos y sensaciones que se presentan ante nosotros sino dirigir la mirada hacia Dios. Es una forma de lucha que en lugar de enfrentar directamente al enemigo, lo vence por la indiferencia, lo extingue no alimentándolo sino dirigiendo nuestra atención y energía hacia Dios, que polariza de este modo todas las dimensiones de nuestro ser. Tan claro como lo dice Hesiquio, mirar hacia el Cielo y no tener en cuenta para nada la Tierra, tan contundente como ya nos lo dijo Nuestro Señor Jesucristo:

     "No atesoréis en la tierra, donde la polilla y el orín corroen, y donde los ladrones socavan y roban.
     Atesorad, más bien, en el cielo, donde ni la polilla ni el orín corroen, ni los ladrones socavan ni roban: porque donde está tu tesoro, allí está también tu corazón"  (Mt. 6,19-21)

"...pocas cosas, o más bien, una sola es necesaria..." (Lc. 10,42)



Mientras iban caminando, Jesús entró en un pueblo, y una mujer que se llamaba Marta lo recibió en su casa.
Tenía una hermana llamada María, que sentada a los pies del Señor, escuchaba su Palabra.
Marta, que muy estaba muy ocupada con los quehaceres de la casa, dijo a Jesús: «Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola con todo el trabajo? Dile que me ayude».
Pero el Señor le respondió: «Marta, Marta, te inquietas y te agitas por muchas cosas, y sin embargo, pocas cosas, o más bien, una sola es necesaria, María eligió la mejor parte, que no le será quitada». (Lc. 10, 38-42)





     Intentando ver cuál es la corrección que Jesús hace a Marta y el consiguiente consejo que le da, me ha parecido humildemente entender lo siguiente.
      No es una desvalorización del trabajo que realizaba Marta, un trabajo que toda la vida a realizado su Santísima Madre María en el hogar de Nazaret, trabajo al cual seguramente a colaborado el mismo Jesús como buen Niño, trabajo que es del mismo orden aunque en diferente materia al que realizó toda su vida José, y Él mismo en sus años de vida oculta en la carpintería. No rechaza evidentemente el trabajo sino la forma, el modo, la "actitud" con lo cual se lo realiza, la disposición con que Marta lo está realizando. Ellas se "inquieta" y se "agita". Esta "inquietud" y "agitación" es lo que "distancia" principalmente a Marta de Jesús, que es "lo único necesario". Evidentemente también pudiera haber realizado esas tareas en otro momento, dada la importancia de la presencia física del mismo Jesús en ese momento. Pero me parece que no está indicando con la mención de que hay sólo una cosa necesaria, el que se deje de hacer el resto.

     Cada día y en cada instante de él, nosotros podemos estar ocupándonos de lo único necesario si no hacemos las cosas con inquietud y agitación sino con la fe, esperanza y caridad que transforman las actividades cotidianas en "lugar de encuentro", de unión con Jesús y por él y en él con la Santísima Trinidad. La unión de nuestra voluntad por la Fe, la Esperanza y la Caridad con la voluntad de Dios, realizada en el momento presente, es la práctica del amor, es ocuparse de lo único necesario, haciendo miles de cosas, porque en cada una de ellas "escuchamos a Dios" que nos habla, ese Dios que nos dice algo en cada ser, en cada acontecimiento, en cada persona. Sí,  reservando un momento diario para la lectura orante de sus Palabra, un momento diario de silencio, meditación, oración, contemplación, podremos descubrir a Dios en nuestro interior, adherirnos a su voluntad que nos hace libres y prolongar esta vida de unión cada uno de los instantes de nuestra vida, en nuestras ocupaciones, actividades y descanso, podremos hacer de cada instante una especie de sacramento, el que algunos han llamado "sacramento del momento presente".  


     Un texto de quien fuera Superior de Los Hermanitos de Jesús, a quienes por su vida podríamos llamar con esa expresión conocida de "contemplativos en el mundo", remarca con mucha claridad, la importancia primordial que juegan las tres virdudes teologales de la Fe, la Esperanza y la Caridad, en la vida contemplativa del cristiano.
      Ante las dificultades del mundo moderno actual, especialmente en las grandes ciudades, pero no sólo en ellas, donde nos vemos permanentemente bombardeados por estímulos que nos requieren atención, nos atraen el corazón, nos invitan a la comodidad y la ambición desmedidas, nos ofrecen lo inmediato, fácil y superficial como solución a necesidades profundas, donde nos encontramos con todo tipo de ruidos exteriores e interiores, con interminables jornadas de trabajo o con la indignidad del desempleo, y con muchas preocupaciones y agitaciones más que nos dificultan ocuparnos de lo único necesario. 
      Ante todo esto quería citar las palabras de este contemplativo en el mundo.

   ¿Cómo vais a encontrar las condiciones necesarias para realizar una verdadera oración en la  vida laboral y cómo vais a dedicaros a ella generosamente? Ésa es vuestra constante preocupación. Puede que incluso en algún momento hayáis pensado que era imposible. al enfrentarme al problema en toda su gravedad confieso que yo también me he sentido a veces como si estuviera en el inicio de un angosto camino desconocido y terriblemente peligroso. Me he preguntado si tenía algún derecho a rogároslo... Pero sabía que no podía hacer otra cosa... El camino más empinado suele ser el mejor y el más rápido. El viajero tiende a holgazanear menos al subir por él... Cuando llega el momento de orar, somos con frecuencia incapaces de meditar, incapaces de pensar realmente. Ha de haber algún otro modo de unirnos a Dios en la oración... La forma de llegar a dios es ir hacia Él con todo nuestro ser, lo mejor que podamos... la fe, la esperanza y la caridad vivas que hay en nosotros son las que nos transportan a Él. Esto requiere mucho valor por nuestra parte. Debéis saber, por tanto, que los actos de estas virtudes no dependen en absoluto de las perceptibles o reconfortantes impresiones que podamos sentir de ellos. Basta con saber que somos hijos de Dios y con tener la certeza de que nos entregaremos a Él. La mejor parte de nosotros no es aquella que podemos sentir. (Voillaume René, Las semillas del desierto)

          Nos unimos a Dios por medio de la Fe, la Esperanza y la Caridad,

El amor es paciente, es servicial; el amor no es envidioso, no hace alarde, no se envanece, no procede con bajeza, no busca su propio interés, no se irrita, no tienen en cuenta el mal recibido, no se alegra de la injusticia, sino que se regocija con la verdad. El amor todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta.  El amor no pasará jamás. (Cfr. 1 Cor. 13)

¡Sed sobrios y estad en guardia! (1 Pe. 5,8a)

La Nepsis  (I)

          Si observamos con atención nuestro obrar, si logramos penetrar en las motivaciones profundas del mismo, veremos que en la mayor parte de los casos está motivado por deseos que buscan la satisfacción de nuestros sentidos, sean éstos del cuerpo o del alma, un obrar dirigido hacia la satisfacción; en una palabra, del "yo superficial", un yo exterior, ilusorio, sin sustancia ni fundamento, un yo que es en el fondo una maraña de deseos que buscan su propia satisfacción, un entretejido de anhelos cambiantes, efímeros y caducos, un cúmulo de movimientos vanos, un yo que en el fondo es "nada".
         
          De este modo nuestra voluntad, arrastrada por este amasijo de deseos se ve en cierto modo como esclavizada, no busca su propio objeto, el Bien Supremo, sino que busca el bien particular de cada una de las distintas potencias que tiene el hombre, las distintas facultades de nuestro cuerpo y alma que reclaman su atención, de un modo egoísta es decir atendiendo a ellas mismas solamente, sin atender al bien general del cuerpo como un todo.
         
          Debido a esta especie de esclavitud a la que se ve sometida nuestra voluntad, muchas veces en nuestra vida no "actuamos" según las decisiones que creeríamos son las que nos conviene sino que "reaccionamos" como cuando lo hacemos con las acciones más instintivas. Así como cuando nuestra mano toca algo caliente, instintivamente se separa del objeto, casi del mismo modo, instintivamente, deseamos en el ámbito laboral, familiar, social todo aquello que los cánones de la moda señalan. Creemos elegir libremente, cuando en realidad reaccionamos a estímulos sensoriales, sociales, prejuicios, ideologías; somos arrastrados por una serie de circunstancias, compromisos y obligaciones sin que seamos los verdaderos protagonistas de nuestras vidas.  
  
          Esta vida desde lo exterior y superficial va generando un vacío angustiante, vacío que se pretende suprimir, ocultar, ahogar, y se lo hace de un modo infructuoso, con mayor y más frenética actividad, que lo único que hace es intensificar el círculo vicioso de superficialidad-automatismo-vacío-superficialidad.
          
          El hombre vive en una especie de automatismo, donde sus decisiones están de tal modo marcadas por diversos condicionamientos e influencias de su propio cuerpo, su propia mente y el contexto social que la inmensa mayoría no es consciente de su falta de libertad, y es precisamente esta falta de conciencia el alimento y el ambiente que mantiene esa vida autómata. De allí la importancia de las palabras del apóstol que titulan esta reflexión, ¡Sed sobrios y estad en guardia! Es el primer paso para no caer en el automatismo, en la esclavitud del yo exterior, yo ilusiorio y superficial, vacío e inconsistente, vanidad de vanidades. Es la práctica de la Nepsis de los monjes del desierto, la "guarda del corazón", la acción consciente, atenta a lo que se quiere y no una simple respuesta automatizada ante los estímulos que nos rodean.


          Para ilustrar con la claridad de los entendidos, podemos pedirle prestadas las palabras a Thomas Merton y decir que: la vida del hombre exterior (el que no lleva vidad interior) es una vida llevada por el automatismo, por unos pensamientos y acciones inconscientes, por una conformidad mecánica a los modelos y prejuicios que nos rodean, o si no, por una mecánica y compulsiva rebelión contra ellos. Ya que la rebelión contra la conformidad exterior no es lo que constituye una vida interior. Al contrario, normalmente es otra forma de compulsión y, de hecho, no es más que otro aspecto de la misma compulsión. Es una especie de conformidad negativa.
          Los que viven a este nivel "automático" no se dan cuenta en absoluto hasta qué punto su vida está alienada y carece de espontaneidad. Sus hábitos, sus mecánicas rutinas han adquirido el poder de satisfacerles con una especie de pseudoespontaneidad, una especie de falsa naturalidad. Lo que es falso y falto de espontaneidad se ha convertido para ellos en algo completamente natural. Por eso aquello que ellos creen que es pensar con claridad no es más que un pensar lleno de confusión. Aquello que ellos creen hacer gustosos, no es más que una ansiada evasión. Aquello que ellos creen que es libertad, no es más que compulsión. No es que moralmente no sean responsables de sus actos. Claro que lo son, están cuerdo y son "libres", sin embargo, si se observa su vida desde el punto de vista del hombre interior y espiritual, carecen de cordura y libertad hasta un extremo asombroso.

          Convenimos entonces que el primer punto es "darse cuenta" de esta situación de una cuasi-enajenación de nuestra voluntad, para así comenzar el camino de regreso a "casa". No es imprescindible pero frecuentemente puede ser que aquello que nos "despierta" es una situación dolorosa. Una situación en la que probemos la insustancialidad del mundo. La vanidad de vanidades en las que continuamente nos revolcamos. Como le sucedió al hijo pródigo de la parábola de Lc 15. Así como este hijo, una vez que se encontró en la pobreza y soledad, "se despertó", se dio cuenta que en la casa de su Padre no tenía "hambre", mientras que cuando se fue de ella terminó cuidando cerdos en un país lejano, solo, deseando comer lo que comían los cerdos, muchas veces nosotros al probar la amargura del fango en que estamos revolcados, caemos en la cuenta que "somos hijos del Padre", y merecemos algo duradero que nos sacie de verdad y para siempre. Cada uno puede pensar cuál es el "chiquero", en que se halla metido. Y así también nosotros tenemos que decir como el hijo pródigo "volveré a la casa de mi Padre".

          Una vez nos "despertamos" comienza la lucha. Los apetitos no renunciarán fácilmente a ser los protagonistas de nuestras vidas. No dejarán de querer monopolizar nuestra atención. No dejarán de reclamar que nuestra voluntad sea su esclava, su sirviente. Pero si "estamos atentos", nos percataremos de esta persistente y agobiante solicitud, y podremos "decidir" con libertad no ceder a sus requerimientos. Podremos poner nuestra voluntad en el uso ordenado de todos los bienes creados, un uso en el cual todo sirva para elevarnos a Dios, un uso donde todo sea manifestación de la bondad de Dios, un uso que acepta lo  creado, no lo rechaza, pero tiene siempre puesta la voluntad en Dios. Así Dios es el deseo de la voluntad.


          
           San Juan de la Cruz, en la Subida del Monte Carmelo comenta a este respecto como la voluntad debe no estar "en" los apetitos: "Y así, al propósito habla David (Sal. 87, 16), diciendo: Pauper sum ego, et in laboribus a iuventute mea; que quiere decir: Yo soy pobre y en trabajos desde mi juventud. Llámase pobre, aunque está claro que era rico, porque no tenía en la riqueza su voluntad, y así era tanto como ser pobre realmente, mas antes, si fuera realmente pobre y de la voluntad no lo fuera, no era verdaderamente pobre, pues el ánima estaba rica y llena en el apetito."  ......"Y por eso llamamos esta desnudez noche para el alma, porque no tratamos aquí del carecer de las cosas, porque eso no desnuda al alma si tiene apetito de ellas, sino de la desnudez del gusto y apetito de ellas, que es lo que deja al alma libre y vacía de ellas, aunque las tenga. Porque no ocupan al alma las cosas de este mundo ni la dañan, pues no entra en ellas, sino la voluntad y apetito de ellas que moran en ella. "

          Una forma de practicar esta "Nepsis", esta guarda del corazón, nos la enseña el mismo Jesús, cuando es tentado en el desierto por Satanás 

Entonces Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto, para ser tentado por el demonio. Después de ayunar cuarenta días con sus cuarenta noches, sintió hambre. Y el tentador, acercándose, le dijo: «Si tú eres Hijo de Dios, manda que estas piedras se conviertan en panes». Jesús le respondió: «Está escrito: "El hombre no vive solamente de pan, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios"». Luego el demonio llevó a Jesús a la Ciudad santa y lo puso en la parte más alta del Templo, diciéndole: «Si tú eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: "Dios dará órdenes a sus ángeles, y ellos te llevarán en sus manos para que tu pie no tropiece con ninguna piedra"». Jesús le respondió: «También está escrito: "No tentarás al Señor, tu Dios"». El demonio lo llevó luego a una montaña muy alta; desde allí le hizo ver todos los reinos del mundo con todo su esplendor, y le dijo: «Te daré todo esto, si te postras para adorarme». Jesús le respondió: «Retírate, Satanás, porque está escrito: "Adorarás al Señor, tu Dios, y a él solo rendirás culto"». Entonces el demonio lo dejó, y unos ángeles se acercaron para servirlo.

         



          Este "método" si así podríamos denominarlo fue luego desarrollado por Evagrio Póntico, es la antirrhesis. Esto podrá ser tratado en un futuro post, simplemente mencionar ahora que consiste en repetir en actitud orante afirmaciones de la Sagrada Escritura para contrarrestar, para ir en contra, de afirmaciones erróneas que nos vienen a nuestro corazón, así como Jesús respondía a las insinuaciones del demonio con textos de la Sagrada Escritura. 

          Dejamos aquí asentado entonces, para continuar en otro momento, la importancia de estar despiertos, de estar vigilantes, de estar preparados, ceñidos y con las lámparas encendidas..., la importancia de ser ...como los hombres que esperan el regreso de su señor, que fue a una boda, para abrirle apenas llegue y llame a la puerta. ¡Felices los servidores a quienes el señor encuentra velando a su llegada! Les aseguro que él mismo recogerá su túnica, los hará sentar a la mesa y se pondrá a servirlo. ¡Felices ellos, si el señor llega a medianoche o antes del alba y los encuentra así! Entiéndalo bien: si el dueño de casa supiera a qué hora va llegar el ladrón, no dejaría perforar las paredes de su casa.

          No dejemos que el ladrón perfore nuestra casa, no dejemos que entre en el corazón, permanezcamos velando para abrirle al Señor cuando llegue, sólo a Él...

"Acuérdate de tus postrimerías y no pecarás jamás" (Eclo. 7,40) (III)

El Infierno
         
          Sabia sentencia nos regala el autor del Eclesiástico, consejo que practicado frecuentemente nos instala en la misma sabiduría de la que ella es portadora.

          Esta sabiduría consiste en situarnos en lo real, en liberarnos de las ilusiones y vanas ensoñaciones de un "yo" irreal, que persigue su propia alabanza, sus propios y egoístas intereses, en un frenesí que suele convertir al hombre en una masa ansiosa de deseos esclavizantes. 

          Y nos situa en lo real porque desenmascara todas esas ilusiones tras las cual corremos infantilmente, y nos marca nuestro fin, nuestro destino, nuestra meta.  Desde esta posición todo adquiere su verdadera dimensión, relativizando todo aquello que absolutizamos y que, a causa de esta absolutización, absorbe todas nuestras mejores energías. La frecuente consideración de estas realidades llamadas postrimerías, lejos de aislarnos del mundo y de las realidades terrenas y hacernos caer en un descuido irresponsable de ellas, nos hacen tomarlas en cuenta con mayor responsabilidad, seriedad y amor. El saber cuál es nuestro verdadero destino, la dignidad de nuestro ser y de todo lo creado, hace que nos vinculemos con nuestros semejantes y el resto de la creación en unas relaciones marcadas por la "verdad", el "amor" y el cuidado responsable. Por el contrario, un olvido del más allá, suele ser causa de una relaciones utilitarias y muchas veces degradantes y criminales con el resto de la creación.

          De allí el "no pecarás" que muchas veces se ha criticado como una invitación a unas relaciones basadas en el temor. Hay que señalar entonces que no se trata de un temor esclavizante sino de un Santo temor. El Santo temor de vivir para siempre alejados de Dios por nuestra propia responsabilidad, nuestra propia decisión de cerrarnos a Dios. Además, pensar en las postrimerías incluye la consideración de nuestro sublime llamado a la vida de amistad y unión con Dios, que nos colma de felicidad y nos hace adherirnos ya aquí en la tierra a la voluntad de Dios y evita que caigamos en el mal. Es verdad que el temor nos ayuda a no pecar, especialmente el Santo temor que debemos cultivar, pero sobremanera nos ayuda el amor a Dios, a lo que ayuda entre otras cosas las consideraciones sobre la vidad eterna, aquella de entre "las postrimerías" a las cuales nos llama Dios.

           Meditemos y acordémonos frecuentemente de estas realidades. Estas consideraciones nos ayudan a adquirir la espiritualidad del "Sólo Dios basta", nos dirán que todo es efímero en este mundo, que toda gloria es vana, que nuestra verdadera gloria y felicidad, pregustada en la tierra tiene su cumplimiento en el cielo, y que lejos de hacernos despreciar esta vida nos ayuda a vivirla con más amor y responsabilidad, como camino y anticipo de la verdadera vida. Estas consideraciones nos ayudarán a comprender que "Sólo Dios basta".

          Dejo a continuación, las enseñanzas de Juan Pablo II y del Catecismo de la Iglesia Católica sobre las llamadas postrimerías. Son doctrina segura para seguir y así evitar cualquier comentario erróneo de mi parte que hubiera cometido o pueda cometer por desconocimiento. En este caso seguirán, las enseñanzas sobre el Infierno.



Catequesis de Juan Pablo II sobre el Infierno


El infierno como rechazo definitivo de Dios



          1. Dios es Padre infinitamente bueno y misericordioso. Pero, por desgracia, el hombre, llamado a responderle en la libertad, puede elegir rechazar definitivamente su amor y su perdón, renunciando así para siempre a la comunión gozosa con él. Precisamente esta trágica situación es lo que señala la doctrina cristiana cuando habla de condenación o infierno. No se trata de un castigo de Dios infligido desde el exterior, sino del desarrollo de premisas ya puestas por el hombre en esta vida. La misma dimensión de infelicidad que conlleva esta oscura condición puede intuirse, en cierto modo, a la luz de algunas experiencias nuestras terribles, que convierten la vida, como se suele decir, en «un infierno».
Con todo, en sentido teológico, el infierno es algo muy diferente: es la última consecuencia del pecado mismo, que se vuelve contra quien lo ha cometido. Es la situación en que se sitúa definitivamente quien rechaza la misericordia del Padre incluso en el último instante de su vida.
2. Para describir esta realidad, la sagrada Escritura utiliza un lenguaje simbólico, que se precisará progresivamente. En el Antiguo Testamento, la condición de los muertos no estaba aún plenamente iluminada por la Revelación. En efecto, por lo general, se pensaba que los muertos se reunían en el sheol, un lugar de tinieblas (cf. Ez 28, 8; 31, 14; Jb 10, 21 ss; 38, 17; Sal 30, 10; 88, 7. 13), una fosa de la que no se puede salir (cf. Jb 7, 9), un lugar en el que no es posible dar gloria a Dios (cf. Is 38, 18; Sal 6, 6).
El Nuevo Testamento proyecta nueva luz sobre la condición de los muertos, sobre todo anunciando que Cristo, con su resurrección, ha vencido la muerte y ha extendido su poder liberador también en el reino de los muertos.
Sin embargo, la redención sigue siendo un ofrecimiento de salvación que corresponde al hombre acoger con libertad. Por eso, cada uno será juzgado «de acuerdo con sus obras» (Ap 20, 13). Recurriendo a imágenes, el Nuevo Testamento presenta el lugar destinado a los obradores de iniquidad como un horno ardiente, donde «será el llanto y el rechinar de dientes» (Mt 13, 42; cf. 25, 30. 41) o como la gehenna de «fuego que no se apaga» (Mc 9, 43). Todo ello es expresado, con forma de narración, en la parábola del rico epulón, en la que se precisa que el infierno es el lugar de pena definitiva, sin posibilidad de retorno o de mitigación del dolor (cf. Lc 16, 19-31).
También el Apocalipsis representa plásticamente en un «lago de fuego» a los que no se hallan inscritos en el libro de la vida, yendo así al encuentro de una «segunda muerte» (Ap 20, 13ss). Por consiguiente, quienes se obstinan en no abrirse al Evangelio, se predisponen a «una ruina eterna, alejados de la presencia del Señor y de la gloria de su poder» (2 Ts 1, 9).
3. Las imágenes con las que la sagrada Escritura nos presenta el infierno deben interpretarse correctamente. Expresan la completa frustración y vaciedad de una vida sin Dios. El infierno, más que un lugar, indica la situación en que llega a encontrarse quien libre y definitivamente se aleja de Dios, manantial de vida y alegría. Así resume los datos de la fe sobre este tema el Catecismo de la Iglesia católica: «Morir en pecado mortal sin estar arrepentidos ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de él para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra infierno» (n. 1033).
Por eso, la «condenación» no se ha de atribuir a la iniciativa de Dios, dado que en su amor misericordioso él no puede querer sino la salvación de los seres que ha creado. En realidad, es la criatura la que se cierra a su amor. La «condenación» consiste precisamente en que el hombre se aleja definitivamente de Dios, por elección libre y confirmada con la muerte, que sella para siempre esa opción. La sentencia de Dios ratifica ese estado.
4. La fe cristiana enseña que, en el riesgo del «sí» y del «no» que caracteriza la libertad de las criaturas, alguien ha dicho ya «no». Se trata de las criaturas espirituales que se rebelaron contra el amor de Dios y a las que se llama demonios (cf. concilio IV de Letrán: DS 800-801). Para nosotros, los seres humanos, esa historia resuena como una advertencia: nos exhorta continuamente a evitar la tragedia en la que desemboca el pecado y a vivir nuestra vida según el modelo de Jesús, que siempre dijo «sí» a Dios.
La condenación sigue siendo una posibilidad real, pero no nos es dado conocer, sin especial revelación divina, cuáles seres humanos han quedado implicados efectivamente en ella. El pensamiento del infierno -y mucho menos la utilización impropia de las imágenes bíblicasno debe crear psicosis o angustia; pero representa una exhortación necesaria y saludable a la libertad, dentro del anuncio de que Jesús resucitado ha vencido a Satanás, dándonos el Espíritu de Dios, que nos hace invocar «Abbá, Padre» (Rm 8, 15; Ga 4, 6).
Esta perspectiva, llena de esperanza, prevalece en el anuncio cristiano. Se refleja eficazmente en la tradición litúrgica de la Iglesia, como lo atestiguan, por ejemplo, las palabras del Canon Romano: «Acepta, Señor, en tu bondad, esta ofrenda de tus siervos y de toda tu familia santa (...), líbranos de la condenación eterna y cuéntanos entre tus elegidos».




Textos del Catecismo de la Iglesia Católica


1033 Salvo que elijamos libremente amarle no podemos estar unidos con Dios. Pero no podemos amar a Dios si pecamos gravemente contra Él, contra nuestro prójimo o contra nosotros mismos: "Quien no ama permanece en la muerte. Todo el que aborrece a su hermano es un asesino; y sabéis que ningún asesino tiene vida eterna permanente en él" (1 Jn 3, 14-15). Nuestro Señor nos advierte que estaremos separados de Él si no omitimos socorrer las necesidades graves de los pobres y de los pequeños que son sus hermanos (cf. Mt 25, 31-46). Morir en pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de Él para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra "infierno".
1034 Jesús habla con frecuencia de la "gehenna" y del "fuego que nunca se apaga" (cf. Mt 5,22.29; 13,42.50; Mc 9,43-48) reservado a los que, hasta el fin de su vida rehúsan creer y convertirse , y donde se puede perder a la vez el alma y el cuerpo (cf. Mt 10, 28). Jesús anuncia en términos graves que "enviará a sus ángeles [...] que recogerán a todos los autores de iniquidad, y los arrojarán al horno ardiendo" (Mt 13, 41-42), y que pronunciará la condenación:" ¡Alejaos de mí malditos al fuego eterno!" (Mt 25, 41).
1035 La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad. Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente después de la muerte y allí sufren las penas del infierno, "el fuego eterno" (cf. DS 76; 409; 411; 801; 858; 1002; 1351; 1575; Credo del Pueblo de Dios, 12). La pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios en quien únicamente puede tener el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira.
1036 Las afirmaciones de la Escritura y las enseñanzas de la Iglesia a propósito del infierno son un llamamiento a la responsabilidad con la que el hombre debe usar de su libertad en relación con su destino eterno. Constituyen al mismo tiempo un llamamiento apremiante a la conversión: "Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella; mas ¡qué estrecha la puerta y qué angosto el camino que lleva a la Vida!; y pocos son los que la encuentran" (Mt 7, 13-14):
«Como no sabemos ni el día ni la hora, es necesario, según el consejo del Señor, estar continuamente en vela. Para que así, terminada la única carrera que es nuestra vida en la tierra mereceremos entrar con Él en la boda y ser contados entre los santos y no nos manden ir, como siervos malos y perezosos, al fuego eterno, a las tinieblas exteriores, donde "habrá llanto y rechinar de dientes"» (LG 48).
1037 Dios no predestina a nadie a ir al infierno (cf DS 397; 1567); para que eso suceda es necesaria una aversión voluntaria a Dios (un pecado mortal), y persistir en él hasta el final. En la liturgia eucarística y en las plegarias diarias de los fieles, la Iglesia implora la misericordia de Dios, que "quiere que nadie perezca, sino que todos lleguen a la conversión" (2 P 3, 9):
«Acepta, Señor, en tu bondad, esta ofrenda de tus siervos y de toda tu familia santa, ordena en tu paz nuestros días, líbranos de la condenación eterna y cuéntanos entre tus elegidos (Plegaria eucarística I o Canon Romano, 88: Misal Romano)

"Acuérdate de tus postrimerías y no pecarás jamás" (Eclo. 7,40) 2ª Parte

      
 
El Purgatorio

Sabia sentencia nos regala el autor del Eclesiástico, consejo que practicado frecuentemente nos instala en la misma sabiduría de la que ella es portadora.

          Esta sabiduría consiste en situarnos en lo real, en liberarnos de las ilusiones y vanas ensoñaciones de un "yo" irreal, que persigue su propia alabanza, sus propios y egoístas intereses, en un frenesí que suele convertir al hombre en una masa ansiosa de deseos esclavizantes. 

          Y nos situa en lo real porque desenmascara todas esas ilusiones tras las cual corremos infantilmente, y nos marca nuestro fin, nuestro destino, nuestra meta.  Desde esta posición todo adquiere su verdadera dimensión, relativizando todo aquello que absolutizamos y que, a causa de esta absolutización, absorbe todas nuestras mejores energías. La frecuente consideración de estas realidades llamadas postrimerías, lejos de aislarnos del mundo y de las realidades terrenas y hacernos caer en un descuido irresponsable de ellas, nos hacen tomarlas en cuenta con mayor responsabilidad, seriedad y amor. El saber cuál es nuestro verdadero destino, la dignidad de nuestro ser y de todo lo creado, hace que nos vinculemos con nuestros semejantes y el resto de la creación en unas relaciones marcadas por la "verdad", el "amor" y el cuidado responsable. Por el contrario, un olvido del más allá, suele ser causa de una relaciones utilitarias y muchas veces degradantes y criminales con el resto de la creación.

          De allí el "no pecarás" que muchas veces se ha criticado como una invitación a unas relaciones basadas en el temor. Hay que señalar entonces que no se trata de un temor esclavizante sino de un Santo temor. El Santo temor de vivir para siempre alejados de Dios por nuestra propia responsabilidad, nuestra propia decisión de cerrarnos a Dios. Además, pensar en las postrimerías incluye la consideración de nuestro sublime llamado a la vida de amistad y unión con Dios, que nos colma de felicidad y nos hace adherirnos ya aquí en la tierra a la voluntad de Dios y evita que caigamos en el mal. Es verdad que el temor nos ayuda a no pecar, especialmente el Santo temor que debemos cultivar, pero sobremanera nos ayuda el amor a Dios, a lo que ayuda entre otras cosas las consideraciones sobre la vidad eterna, aquella de entre "las postrimerías" a las cuales nos llama Dios.

           Meditemos y acordémonos frecuentemente de estas realidades. Estas consideraciones nos ayudan a adquirir la espiritualidad del "Sólo Dios basta", nos dirán que todo es efímero en este mundo, que toda gloria es vana, que nuestra verdadera gloria y felicidad, pregustada en la tierra tiene su cumplimiento en el cielo, y que lejos de hacernos despreciar esta vida nos ayuda a vivirla con más amor y responsabilidad, como camino y anticipo de la verdadera vida. Estas consideraciones nos ayudarán a comprender que "Sólo Dios basta".

          Dejo a continuación, las enseñanzas de Juan Pablo II y del Catecismo de la Iglesia Católica sobre las llamadas postrimerías. Son doctrina segura para seguir y así evitar cualquier comentario erróneo de mi parte que hubiera cometido o pueda cometer por desconocimiento. En este caso seguirán, las enseñanzas sobre el Purgatorio.








Catequesis de Juan Pablo II sobre el Purgatorio




El purgatorio: purificación necesaria para el encuentro con Dios




1. Como hemos visto en las dos catequesis anteriores, a partir de la opción definitiva por Dios o contra Dios, el hombre se encuentra ante una alternativa: o vive con el Señor en la bienaventuranza eterna, o permanece alejado de su presencia.
Para cuantos se encuentran en la condición de apertura a Dios, pero de un modo imperfecto, el camino hacia la bienaventuranza plena requiere una purificación, que la fe de la Iglesia ilustra mediante la doctrina del «purgatorio» (cf. Catecismo de la Iglesia católica, nn. 1030-1032).
2. En la sagrada Escritura se pueden captar algunos elementos que ayudan a comprender el sentido de esta doctrina, aunque no esté enunciada de modo explícito. Expresan la convicción de que no se puede acceder a Dios sin pasar a través de algún tipo de purificación.
Según la legislación religiosa del Antiguo Testamento, lo que está destinado a Dios debe ser perfecto. En consecuencia, también la integridad física es particularmente exigida para las realidades que entran en contacto con Dios en el plano sacrificial, como, por ejemplo, los animales para inmolar (cf. Lv 22, 22), o en el institucional, como en el caso de los sacerdotes, ministros del culto (cf. Lv 21, 17-23). A esta integridad física debe corresponder una entrega total, tanto de las personas como de la colectividad (cf. 1 R 8, 61), al Dios de la alianza de acuerdo con las grandes enseñanzas del Deuteronomio (cf. Dt 6, 5). Se trata de amar a Dios con todo el ser, con pureza de corazón y con el testimonio de las obras (cf. Dt 10, 12 s).
La exigencia de integridad se impone evidentemente después de la muerte, para entrar en la comunión perfecta y definitiva con Dios. Quien no tiene esta integridad debe pasar por la purificación. Un texto de san Pablo lo sugiere. El Apóstol habla del valor de la obra de cada uno, que se revelará el día del juicio, y dice: «Aquel, cuya obra, construida sobre el cimiento (Cristo), resista, recibirá la recompensa. Mas aquel, cuya obra quede abrasada, sufrirá el daño. Él, no obstante, quedará a salvo, pero como quien pasa a través del fuego» (1 Co 3, 14-15).
3. Para alcanzar un estado de integridad perfecta es necesaria, a veces, la intercesión o la mediación de una persona. Por ejemplo, Moisés obtiene el perdón del pueblo con una súplica, en la que evoca la obra salvífica realizada por Dios en el pasado e invoca su fidelidad al juramento hecho a los padres (cf. Ex 32, 30 y vv. 11-13). La figura del Siervo del Señor, delineada por el libro de Isaías, se caracteriza también por su función de interceder y expiar en favor de muchos; al término de sus sufrimientos, él «verá la luz» y «justificará a muchos», cargando con sus culpas (cf. Is 52, 13-53, 12, especialmente 53, 11).
El Salmo 51 puede considerarse, desde la visión del Antiguo Testamento, una síntesis del proceso de reintegración: el pecador confiesa y reconoce la propia culpa (v. 6), y pide insistentemente ser purificado o «lavado» (vv. 4. 9. 12 y 16), para poder proclamar la alabanza divina (v. 17).
4. El Nuevo Testamento presenta a Cristo como el intercesor, que desempeña las funciones del sumo sacerdote el día de la expiación (cf. Hb 5, 7; 7, 25). Pero en él el sacerdocio presenta una configuración nueva y definitiva. Él entra una sola vez en el santuario celestial para interceder ante Dios en favor nuestro (cf. Hb 9, 23-26, especialmente el v.€ 4). Es Sacerdote y, al mismo tiempo, «víctima de propiciación» por los pecados de todo el mundo (cf. 1 Jn 2, 2).
Jesús, como el gran intercesor que expía por nosotros, se revelará plenamente al final de nuestra vida, cuando se manifieste con el ofrecimiento de misericordia, pero también con el juicio inevitable para quien rechaza el amor y el perdón del Padre.
El ofrecimiento de misericordia no excluye el deber de presentarnos puros e íntegros ante Dios, ricos de esa caridad que Pablo llama «vínculo de la perfección» (Col 3, 14).
5. Durante nuestra vida terrena, siguiendo la exhortación evangélica a ser perfectos como el Padre celestial (cf. Mt 5, 48), estamos llamados a crecer en el amor, para hallarnos firmes e irreprensibles en presencia de Dios Padre, en el momento de «la venida de nuestro Señor Jesucristo, con todos sus santos» (1 Ts 3, 12 s). Por otra parte, estamos invitados a «purificarnos de toda mancha de la carne y del espíritu» (2 Co 7, 1; cf. 1 Jn 3, 3), porque el encuentro con Dios requiere una pureza absoluta.
Hay que eliminar todo vestigio de apego al mal y corregir toda imperfección del alma. La purificación debe ser completa, y precisamente esto es lo que enseña la doctrina de la Iglesia sobre el purgatorio. Este término no indica un lugar, sino una condición de vida. Quienes después de la muerte viven en un estado de purificación ya están en el amor de Cristo, que los libera de los residuos de la imperfección (cf. concilio ecuménico de Florencia, Decretum pro Graecis: Denzinger-Schönmetzer, 1304; concilio ecuménico de Trento, Decretum de iustificatione y Decretum de purgatorio: ib., 1580 y 1820).
Hay que precisar que el estado de purificación no es una prolongación de la situación terrena, como si después de la muerte se diera una ulterior posibilidad de cambiar el propio destino. La enseñanza de la Iglesia a este propósito es inequívoca, y ha sido reafirmada por el concilio Vaticano II, que enseña: «Como no sabemos ni el día ni la hora, es necesario, según el consejo del Señor, estar continuamente en vela. Así, terminada la única carrera que es nuestra vida en la tierra (cf. Hb 9, 27), mereceremos entrar con él en la boda y ser contados entre los santos y no nos mandarán ir, como siervos malos y perezosos al fuego eterno, a las tinieblas exteriores, donde ixhabrá llanto y rechinar de dientesle (Mt 22, 13 y 25, 30)» (Lumen gentium, 48).
6. Hay que proponer hoy de nuevo un último aspecto importante, que la tradición de la Iglesia siempre ha puesto de relieve: la dimensión comunitaria. En efecto, quienes se encuentran en la condición de purificación están unidos tanto a los bienaventurados, que ya gozan plenamente de la vida eterna, como a nosotros, que caminamos en este mundo hacia la casa del Padre (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1032).
Así como en la vida terrena los creyentes están unidos entre sí en el único Cuerpo místico, así también después de la muerte los que viven en estado de purificación experimentan la misma solidaridad eclesial que actúa en la oración, en los sufragios y en la caridad de los demás hermanos en la fe. La purificación se realiza en el vínculo esencial que se crea entre quienes viven la vida del tiempo presente y quienes ya gozan de la bienaventuranza eterna.


Textos del Catecismo de la Iglesia Católica

1030 Los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo.
1031 La Iglesia llama purgatorio a esta purificación final de los elegidos que es completamente distinta del castigo de los condenados. La Iglesia ha formulado la doctrina de la fe relativa al purgatorio sobre todo en los Concilios de Florencia (cf. DS 1304) y de Trento (cf. DS 1820; 1580). La tradición de la Iglesia, haciendo referencia a ciertos textos de la Escritura (por ejemplo 1 Co 3, 15; 1 P 1, 7) habla de un fuego purificador:
«Respecto a ciertas faltas ligeras, es necesario creer que, antes del juicio, existe un fuego purificador, según lo que afirma Aquel que es la Verdad, al decir que si alguno ha pronunciado una blasfemia contra el Espíritu Santo, esto no le será perdonado ni en este siglo, ni en el futuro (Mt 12, 31). En esta frase podemos entender que algunas faltas pueden ser perdonadas en este siglo, pero otras en el siglo futuro (San Gregorio Magno, Dialogi 4, 41, 3).
1032 Esta enseñanza se apoya también en la práctica de la oración por los difuntos, de la que ya habla la Escritura: "Por eso mandó [Judas Macabeo] hacer este sacrificio expiatorio en favor de los muertos, para que quedaran liberados del pecado" (2 M 12, 46). Desde los primeros tiempos, la Iglesia ha honrado la memoria de los difuntos y ha ofrecido sufragios en su favor, en particular el sacrificio eucarístico (cf. DS 856), para que, una vez purificados, puedan llegar a la visión beatífica de Dios. La Iglesia también recomienda las limosnas, las indulgencias y las obras de penitencia en favor de los difuntos:
«Llevémosles socorros y hagamos su conmemoración. Si los hijos de Job fueron purificados por el sacrificio de su padre (cf. Jb 1, 5), ¿por qué habríamos de dudar de que nuestras ofrendas por los muertos les lleven un cierto consuelo? [...] No dudemos, pues, en socorrer a los que han partido y en ofrecer nuestras plegarias por ellos» (San Juan Crisóstomo, In epistulam I ad Corinthios homilia 41, 5).


"Acuérdate de tus postrimerías y no pecarás jamás" (Eclo. 7,40) 1ª Parte


El Cielo

          Sabia sentencia nos regala el autor del Eclesiástico, consejo que practicado frecuentemente nos instala en la misma sabiduría de la que ella es portadora.

          Esta sabiduría consiste en situarnos en lo real, en liberarnos de las ilusiones y vanas ensoñaciones de un "yo" irreal, que persigue su propia alabanza, sus propios y egoístas intereses, en un frenesí que suele convertir al hombre en una masa ansiosa de deseos esclavizantes. 

          Y nos situa en lo real porque desenmascara todas esas ilusiones tras las cual corremos infantilmente, y nos marca nuestro fin, nuestro destino, nuestra meta.  Desde esta posición todo adquiere su verdadera dimensión, relativizando todo aquello que absolutizamos y que, a causa de esta absolutización, absorbe todas nuestras mejores energías. La frecuente consideración de estas realidades llamadas postrimerías, lejos de aislarnos del mundo y de las realidades terrenas y hacernos caer en un descuido irresponsable de ellas, nos hacen tomarlas en cuenta con mayor responsabilidad, seriedad y amor. El saber cuál es nuestro verdadero destino, la dignidad de nuestro ser y de todo lo creado, hace que nos vinculemos con nuestros semejantes y el resto de la creación en unas relaciones marcadas por la "verdad", el "amor" y el cuidado responsable. Por el contrario, un olvido del más allá, suele ser causa de una relaciones utilitarias y muchas veces degradantes y criminales con el resto de la creación.

          De allí el "no pecarás" que muchas veces se ha criticado como una invitación a unas relaciones basadas en el temor. Hay que señalar entonces que no se trata de un temor esclavizante sino de un Santo temor. El Santo temor de vivir para siempre alejados de Dios por nuestra propia responsabilidad, nuestra propia decisión de cerrarnos a Dios. Además, pensar en las postrimerías incluye la consideración de nuestro sublime llamado a la vida de amistad y unión con Dios, que nos colma de felicidad y nos hace adherirnos ya aquí en la tierra a la voluntad de Dios y evita que caigamos en el mal. Es verdad que el temor nos ayuda a no pecar, especialmente el Santo temor que debemos cultivar, pero sobremanera nos ayuda el amor a Dios, a lo que ayuda entre otras cosas las consideraciones sobre la vidad eterna, aquella de entre "las postrimerías" a las cuales nos llama Dios.

           Meditemos y acordémonos frecuentemente de estas realidades. Estas consideraciones nos ayudan a adquirir la espiritualidad del "Sólo Dios basta", nos dirán que todo es efímero en este mundo, que toda gloria es vana, que nuestra verdadera gloria y felicidad, pregustada en la tierra tiene su cumplimiento en el cielo, y que lejos de hacernos despreciar esta vida nos ayuda a vivirla con más amor y responsabilidad, como camino y anticipo de la verdadera vida. Estas consideraciones nos ayudarán a comprender que "Sólo Dios basta".

          Dejo a continuación, las enseñanzas de Juan Pablo II y del Catecismo de la Iglesia Católica sobre las llamadas postrimerías. Son doctrina segura para seguir y así evitar cualquier comentario erróneo de mi parte que hubiera cometido o pueda cometer por desconocimiento. En este caso seguirán, las enseñanzas sobre el Cielo




Catequesis de Juan Pablo II sobre el Cielo


El «cielo» como plenitud de intimidad con Dios


1. Cuando haya pasado la figura de este mundo, los que hayan acogido a Dios en su vida y se hayan abierto sinceramente a su amor, por lo menos en el momento de la muerte, podrán gozar de la plenitud de comunión con Dios, que constituye la meta de la existencia humana.
Como enseña el Catecismo de la Iglesia católica, «esta vida perfecta con la santísima Trinidad, esta comunión de vida y de amor con ella, con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados se llama ilel cielols. El cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha» (n. 1024).
Hoy queremos tratar de comprender el sentido bíblico del «cielo», para poder entender mejor la realidad a la que remite esa expresión.
2. En el lenguaje bíblico el «cielo», cuando va unido a la «tierra», indica una parte del universo. A propósito de la creación, la Escritura dice: «En un principio creó Dios el cielo y la tierra» (Gn 1, 1).
En sentido metafórico, el cielo se entiende como morada de Dios, que en eso se distingue de los hombres (cf. Sal 104, 2s; 115, 16; Is 66, 1). Dios, desde lo alto del cielo, ve y juzga (cf. Sal 113, 4-9) y baja cuando se le invoca (cf. Sal 18, 7.10; 144, 5). Sin embargo, la metáfora bíblica da a entender que Dios ni se identifica con el cielo ni puede ser encerrado en el cielo (cf. 1 R 8, 27); y eso es verdad, a pesar de que en algunos pasajes del primer libro de los Macabeos «el cielo» es simplemente un nombre de Dios (cf. 1 M 3, 18.19.50.60; 4, 24.55).
A la representación del cielo como morada trascendente del Dios vivo, se añade la de lugar al que también los creyentes pueden, por gracia, subir, como muestran en el Antiguo Testamento las historias de Enoc (cf. Gn 5, 24) y Elías (cf. 2 R 2, 11). Así, el cielo resulta figura de la vida en Dios. En este sentido, Jesús habla de «recompensa en los cielos» (Mt 5, 12) y exhorta a «amontonar tesoros en el cielo» (Mt 6, 20; cf. 19, 21).
3. El Nuevo Testamento profundiza la idea del cielo también en relación con el misterio de Cristo. Para indicar que el sacrificio del Redentor asume valor perfecto y definitivo, la carta a los Hebreos afirma que Jesús «penetró los cielos» (Hb 4, 14) y «no penetró en un santuario hecho por mano de hombre, en una reproducción del verdadero, sino en el mismo cielo» (Hb 9, 24). Luego, los creyentes, en cuanto amados de modo especial por el Padre, son resucitados con Cristo y hechos ciudadanos del cielo.
Vale la pena escuchar lo que a este respecto nos dice el apóstol Pablo en un texto de gran intensidad: «Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros pecados, nos vivificó juntamente con Cristo -por gracia habéis sido salvadosy con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús, a fin de mostrar en los siglos venideros la sobreabundante riqueza de su gracia, por su bondad para con nosotros en Cristo Jesús» (Ef 2, 4-7). Las criaturas experimentan la paternidad de Dios, rico en misericordia, a través del amor del Hijo de Dios, crucificado y resucitado, el cual, como Señor, está sentado en los cielos a la derecha del Padre.
4. Así pues, la participación en la completa intimidad con el Padre, después del recorrido de nuestra vida terrena, pasa por la inserción en el misterio pascual de Cristo. San Pablo subraya con una imagen espacial muy intensa este caminar nuestro hacia Cristo en los cielos al final de los tiempos: «Después nosotros, los que vivamos, los que quedemos, seremos arrebatados en nubes, junto con ellos (los muertos resucitados), al encuentro del Señor en los aires. Y así estaremos siempre con el Señor. Consolaos, pues, mutuamente con estas palabras» (1 Ts 4, 17-18).
En el marco de la Revelación sabemos que el «cielo» o la «bienaventuranza» en la que nos encontraremos no es una abstracción, ni tampoco un lugar físico entre las nubes, sino una relación viva y personal con la santísima Trinidad. Es el encuentro con el Padre, que se realiza en Cristo resucitado gracias a la comunión del Espíritu Santo.
Es preciso mantener siempre cierta sobriedad al describir estas realidades últimas, ya que su representación resulta siempre inadecuada. Hoy el lenguaje personalista logra reflejar de una forma menos impropia la situación de felicidad y paz en que nos situará la comunión definitiva con Dios.
El Catecismo de la Iglesia católica sintetiza la enseñanza eclesial sobre esta verdad afirmando que, «por su muerte y su resurrección, Jesucristo nos ha ioabiertoló el cielo. La vida de los bienaventurados consiste en la plena posesión de los frutos de la redención realizada por Cristo, que asocia a su glorificación celestial a quienes han creído en él y han permanecido fieles a su voluntad. El cielo es la comunidad bienaventurada de todos los que están perfectamente incorporados a él» (n. 1026).
5. Con todo, esta situación final se puede anticipar de alguna manera hoy, tanto en la vida sacramental, cuyo centro es la Eucaristía, como en el don de sí mismo mediante la caridad fraterna. Si sabemos gozar ordenadamente de los bienes que el Señor nos regala cada día, experimentaremos ya la alegría y la paz de que un día gozaremos plenamente. Sabemos que en esta fase terrena todo tiene límite; sin embargo, el pensamiento de las realidades últimas nos ayuda a vivir bien las realidades penúltimas. Somos conscientes de que mientras caminamos en este mundo estamos llamados a buscar «las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios» (Col 3, 1), para estar con él en el cumplimiento escatológico, cuando en el Espíritu él reconcilie totalmente con el Padre «lo que hay en la tierra y en los cielos» (Col 1, 20).


Textos del Catecismo de la Iglesia Católica


1023 Los que mueren en la gracia y la amistad de Dios y están perfectamente purificados, viven para siempre con Cristo. Son para siempre semejantes a Dios, porque lo ven "tal cual es" (1 Jn 3, 2), cara a cara (cf. 1 Co 13, 12; Ap 22, 4):
«Definimos con la autoridad apostólica: que, según la disposición general de Dios, las almas de todos los santos [...] y de todos los demás fieles muertos después de recibir el Bautismo de Cristo en los que no había nada que purificar cuando murieron [...]; o en caso de que tuvieran o tengan algo que purificar, una vez que estén purificadas después de la muerte [...] aun antes de la reasunción de sus cuerpos y del juicio final, después de la Ascensión al cielo del Salvador, Jesucristo Nuestro Señor, estuvieron, están y estarán en el cielo, en el Reino de los cielos y paraíso celestial con Cristo, admitidos en la compañía de los ángeles. Y después de la muerte y pasión de nuestro Señor Jesucristo vieron y ven la divina esencia con una visión intuitiva y cara a cara, sin mediación de ninguna criatura» (Benedicto XII: Const. Benedictus Deus: DS 1000; cf. LG 49).
1024 Esta vida perfecta con la Santísima Trinidad, esta comunión de vida y de amor con ella, con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados se llama "el cielo" . El cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha.
1025 Vivir en el cielo es "estar con Cristo" (cf. Jn 14, 3; Flp 1, 23; 1 Ts 4,17). Los elegidos viven "en Él", aún más, tienen allí, o mejor, encuentran allí su verdadera identidad, su propio nombre (cf. Ap 2, 17):
«Pues la vida es estar con Cristo; donde está Cristo, allí está la vida, allí está el reino» (San Ambrosio, Expositio evangelii secundum Lucam 10,121).
1026 Por su muerte y su Resurrección Jesucristo nos ha "abierto" el cielo. La vida de los bienaventurados consiste en la plena posesión de los frutos de la redención realizada por Cristo, quien asocia a su glorificación celestial a aquellos que han creído en Él y que han permanecido fieles a su voluntad. El cielo es la comunidad bienaventurada de todos los que están perfectamente incorporados a Él.
1027 Este misterio de comunión bienaventurada con Dios y con todos los que están en Cristo, sobrepasa toda comprensión y toda representación. La Escritura nos habla de ella en imágenes: vida, luz, paz, banquete de bodas, vino del reino, casa del Padre, Jerusalén celeste, paraíso: "Lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman" (1 Co 2, 9).
1028 A causa de su transcendencia, Dios no puede ser visto tal cual es más que cuando Él mismo abre su Misterio a la contemplación inmediata del hombre y le da la capacidad para ello. Esta contemplación de Dios en su gloria celestial es llamada por la Iglesia "la visión beatífica":
«¡Cuál no será tu gloria y tu dicha!: Ser admitido a ver a Dios, tener el honor de participar en las alegrías de la salvación y de la luz eterna en compañía de Cristo, el Señor tu Dios [...], gozar en el Reino de los cielos en compañía de los justos y de los amigos de Dios, las alegrías de la inmortalidad alcanzada» (San Cipriano de Cartago, Epistula 58, 10).
1029 En la gloria del cielo, los bienaventurados continúan cumpliendo con alegría la voluntad de Dios con relación a los demás hombres y a la creación entera. Ya reinan con Cristo; con Él "ellos reinarán por los siglos de los siglos" (Ap 22, 5; cf. Mt 25, 21.23).