Tiene mi alma sed de Dios... (Sal. 42-43)


"Como la cierva anhela
las corrientes de las aguas,
así mi alma
te anhela a Ti, mi Dios.
Tiene mi alma sed de Dios
del Dios viviente.
¿Cuándo podré ir a ver
el rostro de Dios?
                                                                            (Salm. 42-43 (42-42), 2-3)



El Hombre, un ser en búsqueda           


             “El hombre por naturaleza quiere saber”; así comienza Aristóteles el libro de la Metafísica. Y es ésta una verdad fundamental sobre el hombre, ese hombre que apenas comienza a tener uso de razón no deja caer de sus labios un insistente ¿por qué?[1]
            “El hombre por naturaleza quiere saber”; y quiere saber porque no sabe; no sabe de dónde viene ni por qué, no sabe adónde va ni para qué, no sabe por qué existe el mundo en lugar de la nada, no sabe por qué sufre ni como poder evitarlo, no sabe por qué experimenta en sí numerosas contradicciones, (por qué queriendo hacer el bien hace el mal, por qué consiguiendo algo tan anhelado al poseerlo pierde su encanto); no sabe en fin cuál es el sentido de tanto trabajo en el vivir si al final lo espera, implacablemente la muerte.
            El hombre se revela así como un ser menesteroso. Un ser que necesita del “otro”. Tanto para nacer, como para crecer, desarrollarse y perfeccionarse el hombre necesita de la naturaleza, de los demás hombres y del “Otro” con mayúsculas. Su pobreza lo muestra como un ser que no se basta a sí mismo, un ser que no posee la plenitud del ser, un ser inacabado que gracias a su “apertura”, puede alimentarse del ser de “los demás”, y viceversa.  Es decir el hombre es un ser abierto y en relación.
            Esta dimensión relacional es constitutiva de la esencia del hombre, dimensión gracias a la cual puede perfeccionarse con el ser de los demás y perfeccionar con su propio ser al resto. Para ejercitar este impulso profundo que le abre al ser, el hombre comienza a “buscar”. El hombre es "un ser en busca".

            En esta búsqueda el hombre parte de su inacabamiento, de su necesidad, para satisfacerla, logrando con esta satisfacción un equilibrio que en sentido amplio podríamos llamar felicidad. Así vemos que las distintas potencias o facultades del hombre son como distintos “buscadores especializados” de lo que el hombre necesita; desde lo más elemental para mantener vivo su organismo hasta los más refinados y espiritualizados valores que aquietan su alma. Vemos también que esta búsqueda parece no tener fin; conseguido un objetivo, inmediatamente se nos presenta otro, logrado éste, uno nuevo nos mantiene en tensión; y así sucesivamente, dándonos la impresión que ese “estado perfecto en el cual se poseen todos los bienes”[2] es como la línea del horizonte que tanto se aleja de nosotros cuanto más nos dirigimos hacia ella. Y si algo busca el hombre, es ese estado en que ya no necesita nada más para “ser”, porque se ha “completado”, “acabado”.
            Y el hombre de todos los tiempos ha buscado en distintos objetos esa tan ansiada felicidad. Cada uno ha creído encontrarla en distintos bienes. Quien en el placer de los sentidos, quien en el placer del intelecto, quien en la ausencia de tensiones, quien en la posesión de fama y honores, quien en la posesión de la abundancia de bienes materiales, y así podríamos seguir señalando numerosas formas de concebir el objeto que nos hace felices[3]. Pero por más que imaginemos que alguien pudiera poseer todos los bienes imaginables tanto materiales como inmateriales, como dinero, fama, estima, amistades, etc. (cosa imposible), siempre serían bienes que se pueden perder, dada su intrínseca finitud y contingencia. Y así vemos que solamente un “ente tal que nada mayor puede ser concebido”[4] sería capaz de colmar esa sed de “ser” del hombre que es como un pozo infinito al cual sólo puede llenar un infinito. Este Ser Perfecto, que debido a su perfección también incluye la imposibilidad de perderlo una vez ¿“poseído”?, es el que los hombres de fe llamamos Dios y decimos con San Agustín: “Nos hiciste Señor para Ti, y nuestro corazón estará inquieto mientras no descanse en Ti”. (Confesiones I)
            Si tomamos la Sagrada Escritura, podemos ver en ella, entre otras cosas, la historia de esa búsqueda del hombre que está impulsada por el deseo más profundo del corazón humano, el deseo de lo "absoluto incondicionado", el deseo de aquello que sacia completamente al hombre y lo realiza, lo perfecciona; es decir la búsqueda de Dios.
            El mandato de Jesús, Buscad primero el Reino de Dios y su justicia”[5], es fiel a la tradición veterotestamentaria que refleja la necesidad y conveniencia de esa búsqueda: “Bueno es Yahvé para quien lo espera, para todo aquél que lo busca[6]; el libro de la Sabiduría empieza con esta exhortación: “Amad la justicia, los que gobernáis el mundo, tened buenos sentimientos para con el Señor y buscadlo con corazón sincero”[7]; que si bien se dirigen en una primera lectura a los que gobiernan el mundo, podemos hacer en una segunda lectura una extensión a todos los hombres ya que cada uno por lo menos es gobernador de su propio mundo, que constituye su propia vida. El término “justicia” citado aquí en el libro de la Sabiduría (como también lo vimos en boca de Jesús en Mt 6,33) quiere decir según nota de la Biblia de Jerusalén a Sab 1,1, “la conformidad completa del pensamiento y la acción con la voluntad divina, tal como ésta se halla expresada en los preceptos de la Ley y en la voz de la conciencia”. Esta búsqueda de Yahvé se manifiesta por lo tanto en la búsqueda del bien y en el rechazo del mal, un tema muy caro a la teología deuteronomista: “Mira, yo pongo hoy delante de ti la vida y el bien, la muerte y el mal”[8]; en los versículos siguientes se invita a optar por el bien que lleva a la vida y alejarse del mal que lleva a la muerte. Este tema que se conoce como la teología de “los dos caminos” es retomado en el inicio de otro libro que tiene mucho de sapiencial, el libro de los salmos (cf. Sal 1), lo mismo que aparece en la literatura profética (cf. Jer 21,8). Y esta conexión entre la búsqueda de de Dios y la búsqueda del bien (el derecho, la justicia, etc.) la muestra con claridad el profeta Amós si vemos los siguientes textos: “Porque así dice Yahvé a la casa de Israel: ¡Buscadme a mí y viviréis! ...    ¡Buscad a Yahvé y viviréis,...”[9] y también Busca el bien, no el mal, para que viváis, y que esté así con vosotros Yahvé Sebaot, tal como decís”[10].
            Vemos que la búsqueda de Yahvé también era realizada para conocer su voluntad y tomar decisiones “Josafat dijo al rey de Israel: ‘consulta en este día la palabra de Yahvé’…’¿He de ir a la guerra contra Ramot de Galaad, o debo resistir?’[11]. Para esta función de consulta de la verdad de Yahvé se recurría en el antiguio Israel a la Tienda del Encuentro: “Moisés tomó la Tienda la plantó a cierta distancia fuera del campamento; la llamó tienda del Encuentro. El que tenía que consultar a Yahvé salía hacia la Tienda del Encuentro, fuera del campamento”[12]. El israelita sabía que Dios todopoderoso guiaba al pueblo y más tarde comprenderá que guía la creación entera (tiempo del exilio), y es por eso que acude a Él buscando la verdad de todo lo que necesita saber. En la revelación neotestamentaria Jesús nos dirá que Él mismo es la Verdad (cfr. Jn 14,6a). Esta búsqueda de la verdad, que es búsqueda de Jesús, se prolonga luego de su muerte y resurrección, “Hijos míos, ya poco tiempo voy a estar con vosotros. Vosotros me buscaréis,…”[13]
            También podemos decir que el israelita busca a Yahvé para estar con Él y así gozar de su presencia, de su belleza; “Una cosa pido a Yahvé, es lo que ando buscando: morar en la Casa de Yahvé todos los días de mi vida, admirar la belleza de Yahvé contemplando su templo”[14]. Ese “estar” junto a Él es un deseo de estar unido, de ser uno con Él, es un deseo inscrito en lo más profundo de nuestro corazón, de nuestro ser, un deseo que orienta toda nuestra vida y que nos conviene mantenerlo puro para que la oriente de verdad y no quede ahogado, oscurecido y desviado finalmente hacia otras realidades que no lo saciarán y que engendrarán en nosotros la angustia, angustia por la nostalgia de la ausencia, angustia por lo efímero y caduco de nuestros apoyos, angustia por el sinsentido y la cortedad de miras de nuestra existencia al dirigirse hacia la nada, sí hacia la nada, ya que si no nos dirigimos hacia Dios nos dirigimos hacia la nada ya que fuera de Dios es la nada. Angustia en  fin de querer descansar en criaturas y de este modo terminar probando la amargura de la fugaz dulzura.
            El mismo Jesús nos ofrece esta posibilidad de estar junto a Dios, y de estar siempre, lo vemos por ejemplo cuando, luego de decirnos que nos enviará otro Paráclito (sostén, apoyo) en su lugar ante su vuelta al Padre, dice: “Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él”[15]
            Este es el fin del hombre, morar junto a Dios, un fin que ya puede comenzar en esta vida, para completarlo y hacerlo de un modo perfecto y pleno en la vida eterna. Si este es nuestro fin apliquémonos con determinación a su búsqueda, busquémolo en la creación, busquémoslo en nuestros hermanos, busquémoslo en lo más interior de nosotros mismos...

«¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y he aquí que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no lo estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no serían. Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y fugaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y respiré, y suspiro por ti; gusté de ti, y siento hambre y sed, me tocaste, y abraséme en tu paz» (Confesiones 10)





[1] En el lenguaje popular se ha designado estos años, en que el niño se asoma asombrado al mundo como la “edad del por qué”.
[2]  Así definió Boecio la felicidad.
[3]  La historia del hombre podría estudiarse como los distintos caminos por los que aquél ha buscado ser feliz.
[4]  Así defina San Anselmo a Dios en su obra “Proslogion”.
[5]  Mt 6,33.
[6]  Lam 3,25.
[7]  Sab 1,1.                             
[8]  Dt 30,15
[9]  Am 5, 4.6a
[10]  Am 5,14
[11]  1 Re 22,5-6b
[12]  Ex 33,7
[13]  Jn 13, 33ab
[14]  Sal 27b4
[15]  Juan Pablo II, catequesis durante la audiencia gral. Del 5-7-2000.