Sabemos por propia experiencia y por la de los demás, que toda persona desea en todo momento la felicidad, desea estar siempre alegre, y experimenta esto como una utopía, como un vano deseo ya que habitualmente no logra esta permanente felicidad y alegría, sino sólo momentos, más o menos prolongados y más o menos intensos pero siempre lejos en intensidad y en permanencia de lo que nuestro fondo personal anhela.
Vemos en estas palabras del Apóstol sin embargo el pedido, el consejo, y sobre todo el mandato, ya que vemos usa el modo imperativo, de que estemos siempre alegres. Ya nuestra naturaleza, si no está gravemente alterada nos hace buscar ese mandato, "estar siempre alegres". Tratemos de ver entonces el cómo es posible llegar a ello. Cuál es la razón que puede fundamentar esa permanente alegría.
Si dijimos que por un lado nuestra naturaleza nos hace buscar el "estar siempre alegres", tenemos que reconocer que por otro lado, muchas veces y quizá la mayoría, ella nos orienta también en esa búsqueda de un modo o con una actitud, disposición, que no nos permite alcanzar esa permanente alegría. Y para prueba los hechos, ¿vivimos en permanente alegría?
Evidentemente no, y la causa es que mientras busquemos la permanente alegría en el gozo sensible o espiritual que nos reportan los objetos materiales, intelectuales o espirituales a los cuales perseguimos, mientras la busquemos en el estado de ánimo, en la posesión de determinadas cosas, en la comodidad, salud, bienestar, etc., etc. no lo lograremos. Iremos al vaivén de los acontecimientos, siempre con fatiga por alcanzar cosas y una vez alcanzadas con fatiga por mantenerlas, con temor a perderlas y hasta con desilusión porque no son tan dulces cuando las tenemos como pensábamos que eran cuando las deseábamos sin tenerlas. Y además y resumiendo, siempre será una alegría tan pequeña y frágil (contingente) como pequeña y frágil es la circunstancia, el bien o la persona que nos la da.
Por eso entonces fundamenta el Apóstol su mandato de permanente alegría en Aquello Permanente que sólo puede llenarnos completa y permanentemente, "Estad siempre alegres en el Señor". Sí, el motivo, fundamento y la fuente de nuestra permanente alegría es el Señor. En Él se calman nuestras ansias, se sacia nuestra permanente sed. "El que beba de esta agua" le dice Jesús a la Samaritana en el pozo de Siquem, "tendrá otra vez sed, pero el que beba del agua que yo le daré, nunca más volverá a tener sed. El agua que yo le daré se convertirá en él en manantial que brotará hasta la Vida eterna». (Cfr. Jn 4,1-26)
El alegrarnos en el Señor permite que lo hagamos "siempre". Sí, siempre. Si la vida nos sonríe y poseemos como el dicho popular resume en el "salud, dinero y amor" lo que la gente suele desear de ordinario de la vida, podemos alegrarnos en el Señor primeramente y luego ver esos bienes como sus regalos. Pero ¿cómo alegrarse cuando la vida se nos hace adversa? Y nos preguntamos cómo, no si es posible, ya que si la Sagrada Escritura lo manda, posible es. Sí, es posible... Cuando perdemos la salud, cuando la traición golpea a nuestro corazón, cuando nos quedamos sin trabajo, cuando nos deja algún ser querido, cuando el cansancio y los achaques de la vejez son nuestros diarios compañeros de camino, cuando la angustia, la depresión y cualquier sentimiento amargo oscurece el horizonte de nuestros días, cuando descubrimos la miseria que somos, alegrémonos en el Señor. He allí el motivo de alegría, vivir en unión de amor con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, "el Señor está cerca", "no se inquieten por nada" dice el Apóstol en el mismo párrafo. Sí, alegrémonos por Él y en Él, no de las circunstancias de la vida, sino del Señor que siempre está cerca, "en él vivimos, nos movemos y existimos" (Hch 17,28) incluso como dice San Agustín "Dios es Aquél que es más íntimo que yo mismo". (Confesiones VI)
No nos detengamos en las adversidades, más bien incluso sirvámonos de ellas, por ellas podemos despegarnos, desasirnos de tantas cosas que nos hacen olvidar del Señor, algunas dañinas y otras que sin serlo en sí de todos modos nos entretienen y nos hacen olvidar lo único necesario. «Marta, Marta, te inquietas y te agitas por muchas cosas, y sin embargo, pocas cosas, o más bien, una sola es necesaria, María eligió la mejor parte, que no le será quitada» (Lc. 10, 41-42) Esas adversidades también podemos usarlas como penitencia y purificación de nuestros pecados, la vida misma nos hace hacer las penitencias que muchas veces por nuestra debilidad no nos animamos a realizar. Y como no, y sobre todo, podemos usarlas para colaborar unidos a Jesús, en la redención del mundo, de nuestros seres queridos, de nosotros mismos. Desde Jesús, el dolor puede tener sentido, utilidad, el dolor es salvífico, por el dolor y sufrimiento de Jesús hemos vuelto a la vida, hemos vuelto a ser hijos de Dios, hijos en el Hijo. "Ahora me alegro de poder sufrir por ustedes, y completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, para bien de su Cuerpo, que es la Iglesia". (Col. 1,24)
Si esto nos parece duro, poco probable y hasta inverosímil y la duda nos asalta, es porque esto es algo desconocido aún para nosotros.
Es necesario entonces que vayamos al encuentro de este Señor que está cerca y más adentro nuestro que nosotros mismos para que podamos experimentar el gozo de la permanente alegría. Emprendamos el viaje, vale la pena...