Queridos hermanos, quería comentarles algo sobre el sufrimiento, lo que he meditado sobre él en los períodos en que se me hizo compañero de viaje.
He tratado de ver en qué consiste, cuál es su característica esencial y me pareció ver que el sufrimiento no es sentir angustia, dolor, ansiedad, tristeza, tedio de la vida, desgana, pereza de vivir. No, todo eso puede surgir por diversas circunstancias de nuestra vida social, por diversos acontecimientos, por nuestra misma constitución orgánica y nuestra propia psicología, puede surgir por causas conocidas o desconocidas, voluntarias o involuntarias, causas algunas que tienen solución y otras que no, o que la tienen muy difícil.
Creo que podemos “padecer” todas esas cosas y sin embargo no sufrir. Porque creo que el sufrimiento es otra cosa. Creo que el sufrimiento lo generamos nosotros, fuera existe el dolor, el padecer, pero el sufrir está en nosotros, el origen del sufrimiento es una “disconformidad“.
Es resistir lo real, rebelarse contra lo que acontece una vez acontecido, es rechazar lo que está y desear ardientemente lo que no está.
Es un producto de nuestros deseos, cuando le damos preeminecia sobre lo real, cuando ellos no se “conforman“, no se adaptan con lo real.
El sufrimiento es una atención a un deseo insatisfecho, por eso la raíz del sufrimiento está en el deseo, pero tiene además un componente cognitivo, perceptual, dirigir nuestra atención a lo que no es, poner nuestros ojos en lo que hubiéramos querido pero no es, dar nacimiento a una ilusión.
Si el sufrimiento es una disconformidad, la paz está en la conformidad, “conformarse” a lo real, a lo que acontece, a lo que tenemos.
Esto no implica no buscar aquellas buenas cosas que legítimamente podemos desear, no trabajar por nuestro progreso en las distintas dimensiones de nuestra vida, no luchar por la justicia, caer en un fatalismo resignado, en una perezosa pasividad.
Por el contrario, significa poner de nuestra parte todo nuestro empeño en busca de lo mejor, tanto empeño como si todo dependiera de nosotros y nada más que nosotros, pero esperar y aceptar el resultado como si todo dependiera de Dios. Esta actitud es la que nos traerá la paz.
Lograr esta conformación con lo real, lograr no resistir lo que es y no ansiar vehementemente lo que no es, creo que sólo ocurrirá si ponemos nuestro deseo en lo único que nos sacia completamente y en lo único que tenemos con absoluta certeza, Dios, el Dios que nos ama incondicionalmente.
Toda criatura, entendiendo por ello toda cosa, persona o circunstancia, no nos sacia por completo, y en cualquier momento podemos carecer de ella. Dios es la única realidad que nos sacia completamente, nuestro corazón, por Él creado ha sido por él diseñado para descansar en Él, “Nos hiciste Señor para Ti y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en Ti” decía San Agustín.
Dios es además, lo único que tenemos siempre, Dios nos está amando permanentemente, incluso cuando pecamos él nos sigue amando, Él no puede no amar.
No se trata de querer lograr una aceptación resignada, fría, dura y voluntarista de lo que sucede, de lo que es, no se trata de una actitud estoica, sino de saber por la Fe, o sea creer, que lo que sucede, lo que es, aunque sea doloroso, es el “lugar” y el “momento” donde puedo unirme con Dios, es la ventana a través de la cual me conecto con el Eterno, es la única oportunidad que tengo de conformar mi voluntad con la de Dios, el llamado por algunos “sacramento” del momento presente.
Practicar la aceptación amorosa de lo real (repito, una vez que hayamos hecho todo lo que podamos para que suceda lo que honestamente creemos es lo mejor para nosotros y lo que nos rodea), decía que practicar esta aceptación es un acto tremendamente liberador.
Lo que nos esclaviza no es sujetarnos a lo que es, sino al contrario apegarnos a nuestros deseos que no son. Esclavo se es de las ilusiones.
Y la posibilidad de hacer esta aceptación amorosa es el saber por la Fe, o sea creer, que nada se le escapa a la amorosa Providencia de Dios. Este tema es muy delicado y ríos de tinta se han vertido tratando de relacionar la Providencia de Dios con el hecho de la existencia del mal, del dolor, en sus varias manifestaciones.
La reflexiones de la mente en algunos momentos me ayudaron, pero cuando el aguijón del dolor penetró en lo más profundo de mi corazón, ningún argumento racional me dio paz, sino sólo una actitud, creer firmemente que ese dolor de algún misterioso modo, desconocido por mi razón, contribuía a mi perfección, a mi liberación, en definitiva a mi salvación, la que siempre Dios me está ofertando en Jesús.
No sé por qué tal dolor, no sé por qué ese y no otro, no sé si era la única opción posible o no para mí, no sé si es ocasionado sobre todo por mí mismo, mis acciones, o por la conjunción de innumerables variables genéticas, sociales, históricas, económicas o por disposición divina.
No lo sé, pero sí sé una cosa: que Dios es infinitamente Bueno, infinitamente Sabio e infinitamente Poderoso, y que ni un cabello cae de nuestra cabeza sin su consentimiento como dice Jesús en el Evangelio, por lo tanto, en esta situación, más allá de si sea ella buscada, querida o solamente permitida por Dios (nada sucede sin su permiso) no me pongo a indagar tanto en ello, sé por la Fe, o sea creo, que su Bondad, Sabiduría y Poder infinitos, respectivamente Desea, Sabe y Puede sacar de cada situación, hacer surgir de ella y a través de ella mi bien principal, es decir la redención, la salvación.
Sabiendo esto, creyendo esto, trato de abandonarme a su voluntad. Cada vez que ocurrió de las veces que lo intenté, la paz llegó a mi corazón y allí se alojó. La paz es el fruto del Santo Abandono.
Me despido con las palabras de un maestro del Santo Abandono, Job:
«Desnudo salí del vientre de mi madre,
y desnudo volveré allí.
El Señor me lo dio y el Señor me lo quitó:
¡bendito sea el nombre del Señor!».
(Job 1,21)